«La edad de las preguntas»

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«La edad de las preguntas»

¿Cómo estáis tod@s? ¿Cómo ha ido vuestra semana y, sobre todo, cómo va vuestra vida? Recordad que está próximo el otoño y es una estación traicionera que nos baja la energía por sus anocheceres tempranos y por su colorimetría que nos evoca melancolía. Así que poneos las pilas y recargadlas de energía para afrontarlo con la fiabilidad de la estabilidad que merecéis.

Un viernes más, fiel a mi cita con tod@s vosotros, y sin más preámbulos vamos con este nuevo artículo, ya 59 consecutivo, que he querido titular «La edad de las preguntas».

Dicen muchos, o yo he escuchado en varias ocasiones, que con los años llegan las respuestas a muchas de las preguntas que nos hemos hecho en la vida, pero la verdad es que lo que —por lo menos a mí— llega, en vez de respuestas, son más preguntas. Preguntas que se acumulan en la memoria como piedras en los bolsillos: algunas son ligeras, otras demasiado pesadas como para dejarlas pasar de largo o ignorarlas. Preguntas que no esperan respuestas inmediatas, sino que nos acompañan en silencio, como una música de fondo que a veces sube de volumen y otras se queda casi imperceptible, pero nunca desaparece del todo, en ese ruido perpetuo que muchos tenemos.

Hay un momento en la vida en el que uno se da cuenta de que las certezas absolutas son inexistentes, volátiles y simplemente no existen; que lo que antes parecía claro, ahora se vuelve con matices obtusos que no llegamos a descifrar para poder encontrar la realidad; y que lo que un día defendimos con pasión, hoy lo miraríamos con la calma de quien ya aprendió que la vida cambia de dirección sin pedirnos en ningún momento permiso.

Esa es, quizás, la verdadera «edad de las preguntas»: la edad en la que la duda se convierte en compañera de viaje y de vida, y dejamos de ver la incertidumbre como un enemigo para empezar a reconocerla como parte de nuestra vida, legado e historia.

Estoy convencido de que muchos de vosotros, como yo, os habréis preguntado alguna vez: ¿Qué quiero realmente? ¿Qué necesito soltar para avanzar? ¿Qué personas merecen mi tiempo y mi silencio? ¿Estoy viviendo como deseo, o simplemente sobrevivo al ritmo que marcan otros o las marcas y circunstancias externas?

Como os he dicho, son preguntas que no encuentran respuestas rápidas y que, en muchas ocasiones, son difíciles de responder o descifrar. Son preguntas que se mastican despacio, que a veces incomodan, que otras veces iluminan y que, en más de una ocasión, nos obligan a mirar dentro de nosotros mismos sin filtros, sin apariencias y sin disfraces.

La «edad de las preguntas» no se mide en números, ni en arrugas, ni en velas sopladas en una tarta, torta o pastel de cumpleaños. Se mide en experiencias acumuladas, en pérdidas atravesadas (y, muy importante, aceptadas), en alegrías que nos hicieron sentir invencibles y en caídas que nos recordaron lo frágiles y diminutos que somos. Se mide en las veces que la vida nos volteó y cambió el guion preestablecido, y donde tuvimos que sacar toda nuestra capacidad de improvisación, aunque no tuviéramos ni idea, en ese momento justo, de cómo hacerlo.

Las preguntas aparecen en los lugares más inesperados: en una madrugada de insomnio, cuando el silencio de la casa se convierte en un espejo para algunos cómodo y para otros incómodo; en una conversación con alguien que apenas conocemos pero que, sin quererlo, nos pone frente a un reflejo nuestro que no sabíamos que necesitábamos; en un recuerdo que vuelve de repente con la fuerza de lo que aún teníamos pendiente y no habíamos resuelto; en un paseo solitario, cuando la mente decide abrir cajones que creíamos cerrados para siempre.

Y ahí están, las preguntas… no y nunca para atormentarnos, sino para hacernos reflexionar y despertarnos, para recordarnos que seguimos vivos, que seguimos buscando, luchando, respirando; que aún no nos hemos rendido a la apatía ni a la indiferencia. Que la vida no se trata solo de acumular minutos, días, meses o años, ni siquiera dinero, sino de encontrarle sentido a los momentos que vivimos.

Quizás la mayor trampa de los años sea creer que necesitamos tener todas las respuestas. Nos enseñaron —en una teoría, para mí totalmente errónea— que madurar era saber, que crecer era entender, que envejecer era tener la claridad de un sabio que ya lo ha visto todo y lo podía discernir con claridad…

Y no, amig@s, no. Lo verdaderamente cierto es que madurar es aprender a sostener la duda sin caer en el desespero, es abrazar la incertidumbre con la serenidad de quien sabe que no todo se resuelve ni en un instante ni, quizá, en años. Es ser consciente de que no todo debe tener una explicación y que hay cosas que simplemente se presentan en nuestro camino para sentirlas y disfrutar de esos sentimientos.

La «edad de las preguntas» también es la edad de la honestidad, de la sinceridad propia, de mirarse al espejo y reconocer lo que hemos llegado a ser sin maquillajes, ni filtros, ni excusas, de aceptar que hemos cambiado, que nuestros deseos no son los mismos, que la piel ya no es la misma, que las prioridades se reordenan solas cuando la vida nos golpea.

Y, os aseguro, que está bien… que todo esto que os estoy escribiendo —y sintiendo a la vez— está bien, porque significa que seguimos en pleno movimiento.

He aprendido que las preguntas no buscan ser respondidas todas a la vez: algunas necesitan tiempo, otras silencio, y muchas simplemente necesitan ser formuladas para dejar atrás ese dolor y ese peso que llevábamos arrastrando desde hacía mucho tiempo.

Hay preguntas que solo se responden viviéndolas, otras que nunca encontrarán respuesta, y, aun así, nos enseñarán el rumbo a seguir y el camino correcto. También hay preguntas que son en sí mismas la respuesta, porque nos obligan a reconocer que seguimos atentos… despiertos… y con curiosidad.

¿Quién soy cuando nadie me mira? ¿Qué me da paz? ¿Qué heridas sigo cargando, aunque finja que ya sanaron? ¿Qué quiero dejar como huella o legado, más allá de los objetos y de las palabras? Son preguntas incómodas, sí, pero también son las que nos salvan de la superficialidad que domina la sociedad actual, de la prisa y de la costumbre, de pasar por la vida como si fuera un mero trámite.

En la «edad de las preguntas», uno se permite y debe escuchar más y hablar menos, se aprende a valorar los silencios que antes parecían incómodos, porque en ellos caben pensamientos que jamás se nos hubieran podido plantear ni nacer en medio del ruido. Se empieza a distinguir lo urgente de lo importante, lo accesorio de lo esencial. Se llega a entender y a comprender que el tiempo es limitado, pero que también es infinito si lo sabemos administrar, llenándolo de momentos que tengan un sentido y significado para todos y cada uno de nosotros.

La vida, al final, no se mide por las respuestas que acumulamos, sino por las preguntas que nos atrevemos a hacernos, porque cada pregunta es como abrir una puerta que nos invita a mirar más allá y nos saca del modo «piloto automático», del que siempre os hablo y del que huyo.

Y aunque a veces no sepamos hacia dónde vamos, la pregunta misma nos mantiene en movimiento, nos recuerda que seguimos en la búsqueda de esa meta, que en el momento más inesperado atisbamos y cruzamos.

Soy consciente de que muchos de vosotr@s podréis temer a las preguntas, porque os pueden, quizá, desestabilizar, pero en realidad, son ellas las que nos devuelven a nuestro verdadero centro y nuestro verdadero yo. Preguntarse a uno mismo es un acto de humildad, una forma de aceptar que no lo sabemos todo, que estamos en un eterno aprendizaje, que la vida no se deja atrapar en definiciones estrictas ni rígidas —y menos mal—, porque sería terriblemente aburrido vivir sin esas preguntas que, si os analizáis vosotr@s mismos en este preciso instante, os daréis cuenta de que, como a mí, nos acompañan desde que tenemos uso de razón.

Me ha gustado siempre pensar que las preguntas son como las semillas: algunas germinan rápido, otras tardan años, algunas nunca llegan a crecer, pero lo que sí os aseguro es que todas nos transforman, y en esa transformación reside el verdadero tesoro y la verdadera riqueza de vivir.

La «edad de las preguntas» es, en realidad, la edad de la vida. Porque mientras tengamos preguntas, habrá caminos que recorrer, sueños que imaginar, motivos para levantarnos cada mañana, y aunque no todas encuentren respuesta, la búsqueda en sí misma ya es suficiente.

Os quiero reiterar que no se trata de encontrar todas las respuestas, sino de aprender a convivir con la belleza de la duda, de reconocer que la vida es un misterio que no necesita resolverse, sino sentirse con profundidad y vivirlo con intensidad. Y es en ese misterio, en ese no saber, donde radica la oportunidad de descubrirnos una y otra vez, y las veces que hagan falta.

Preguntarse es un acto de amor hacia uno mismo, es recordarnos que merecemos claridad —aunque nuestra eterna impaciencia nos dicte que tarda en llegar—, que merecemos paz —aunque aún no sepamos cómo alcanzarla—, que merecemos vivir, aunque aún estemos aprendiendo cómo hacerlo.

Esa es, aunque parezca muy complejo, lo que he querido apodar y titular este nuevo artículo como «La edad de las preguntas»: un tiempo para mirarnos de frente, para abrazar nuestras dudas y para recordar que, en cada interrogante, os sorprenderá cómo algunas veces se convierten en exclamaciones.

Ya para finalizar, os quiero decir que también habita una respuesta escondida esperando ser descubierta en el momento justo, para preguntarnos.

Y como reflexión final, y para cerrar este nuevo artículo de mi blog personal: @elblogdejorgeesquirol, os quiero transmitir que cada uno de nosotros guarda preguntas que aún no se ha atrevido a pronunciar en voz alta. Algunas, como os digo, podrán doler; otras iluminan nuestro interior e irradian una luz que desprendemos a los demás. Pero todas, absolutamente todas, recordad que nos transforman.

Hoy voy a terminar con una pregunta, como muchas veces os hago: A ti, querid@ lector@, estés donde estés, ¿qué pregunta te acompaña en este momento de tu vida?

Me encantará leer tu y vuestras respuestas en los comentarios y compartir este viaje de dudas, certezas y aprendizajes.

Si este texto te ha hecho reflexionar, si ha despertado algo dentro de ti, te invito a compartirlo, quizá alguien más esté necesitando leerlo hoy y hacerse las mismas preguntas que te vas a hacer tú, como me las he hecho yo mientras os escribía este artículo.

Os abrazo, en la cercanía o en la distancia, y recordad:

«Sed muy felices, por favor»

Jorge Esquirol

@elblogdejorgeesquirol

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