¿Cómo estáis? Pues un viernes más, como cada semana, aquí tenéis un nuevo artículo, de esta apodada «Comunidad» de @elblogdejorgeesquirol.
Hoy, 17 de octubre, Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, el mundo vuelve la mirada hacia quienes carecen de lo básico: techo, alimento, agua, oportunidades. Pero también deberíamos mirar hacia dentro, hacia nuestras propias carencias invisibles. Porque la pobreza no siempre vive fuera; a veces se esconde en nosotros.
No toda pobreza se mide en monedas ni se cuenta en estadísticas. Hay una pobreza silenciosa, discreta, que habita en miradas apagadas, en palabras vacías, en corazones que un día dejaron de sentir. Es esa pobreza que no ocupa portadas, que no protesta en las calles, pero que se instala lentamente en las almas hasta volverlas frías, indiferentes, ausentes.
Vivimos en una sociedad que lo tiene casi todo, y aun así parece vacía. Nos hemos acostumbrado a confundir abundancia con plenitud, éxito con valor, apariencias con verdad. Y en medio de tanta imagen, tanto consumo, tanto ruido, crece otra forma de pobreza: la del alma. Esa que no se ve, pero que duele igual.
Pobre es quien ya no escucha, quien pasa junto a otro ser humano sin detener la mirada, quien no se conmueve.
Pobre es quien dejó de agradecer, quien solo mide la vida en función de lo que gana o de lo que presume.
Pobre es quien no se pregunta por el otro, quien se encierra en su propio mundo de cristal creyendo que la vida es solo suya.
Quizás la mayor forma de pobreza no sea la falta de recursos, sino la falta de empatía. Nos volvimos expertos en mirar sin ver, en oír sin escuchar, en vivir sin sentir. Y eso también nos hace vulnerables, también nos despoja de lo esencial.
Erradicar la pobreza no es solo repartir bienes, sino repartir conciencia. No es solo construir casas, sino construir humanidad. No es solo alimentar cuerpos, sino alimentar almas. Porque el hambre más profunda no siempre se sacia con pan.
Hay quien vive rodeado de lujos y, sin embargo, tiene frío por dentro. Hay quien lo tiene todo y siente que no tiene nada. Y también hay quien lo ha perdido todo y conserva una dignidad, una serenidad, una fe que lo eleva por encima de cualquier miseria. Esa es la paradoja de lo humano: podemos ser ricos y sentirnos vacíos, o no tener nada y sentirnos plenos.
El Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza debería servirnos para algo más que recordar cifras o publicar mensajes en redes. Debería ser una oportunidad para mirarnos sin filtros, para revisar nuestra relación con la abundancia, con el tiempo, con los otros. Porque la pobreza no solo se combate con políticas: también con gestos, con sensibilidad, con respeto, con presencia.
A veces, el gesto más pequeño —una palabra amable, una mirada sincera, una mano tendida— puede ser la forma más poderosa de redistribuir riqueza emocional. Hay personas que solo necesitan ser vistas para empezar a sanar.
La pobreza que no se ve es la de quien ha perdido el propósito, la ilusión, la fe en que algo puede cambiar. Es la del que camina con la cabeza gacha, no porque no tenga zapatos, sino porque ya no encuentra sentido en ningún destino. Y frente a esa pobreza, todos tenemos responsabilidad. Porque cuando un alma se apaga, el mundo entero se vuelve un poco más oscuro.
Nos hemos olvidado de que compartir también enriquece, de que el bien común no es una utopía, sino una necesidad. Vivimos pendientes de acumular, de crecer, de tener, cuando quizás la verdadera riqueza está en aprender a dar.
Dar tiempo, dar atención, dar escucha. Dar un espacio para que alguien se sienta importante, recordarle que su vida importa. Porque cada vez que lo hacemos, contribuimos a erradicar una forma de pobreza más peligrosa que la económica: la del espíritu.
Si supiéramos cuánto valor hay en una sonrisa sincera, en una conversación sin prisa, en un abrazo inesperado, entenderíamos que la abundancia no siempre está en el dinero. Que hay pobreza de afecto, pobreza de palabras, pobreza de alma… y que esas pobrezas también matan, aunque en silencio.
Tal vez la clave esté en mirar distinto. En recuperar la capacidad de asombro, de ternura, de solidaridad. En volver a creer que el cambio empieza por uno mismo, desde lo cotidiano. Porque mientras existan seres humanos olvidados, no habrá victoria completa; y mientras existan corazones vacíos, no habrá progreso verdadero.
La pobreza que no se ve habita en el miedo, en la indiferencia, en la comodidad de mirar a otro lado. Habita en la prisa, en la superficialidad, en la desconexión. Pero también —y esto es lo esperanzador— puede transformarse. Porque mientras haya alguien que mire con compasión, que escuche con el alma, que tienda una mano sin esperar nada, hay futuro.
Quizá hoy no podamos cambiar el mundo entero, pero sí podemos cambiar el modo en que lo miramos. Y eso, aunque parezca pequeño, ya es una forma de erradicar la pobreza. Porque quien aprende a mirar con humanidad, ya ha dado el primer paso hacia la verdadera abundancia.
Y al final, todo se resume en esto: la pobreza más grande es la de quien ha dejado de sentir amor. Porque donde hay amor, siempre hay esperanza.
Hoy quiero dejar una reflexión.
Piensa por un momento qué tipo de riqueza estás construyendo. No la de tus bolsillos, sino la de tus vínculos, tus valores, tu serenidad interior. A veces la vida nos invita a revisar cuánto damos, cuánto compartimos, cuánto miramos. No para juzgarnos, sino para recordarnos que todos, de algún modo, podemos ser parte de la solución.
Y tú, ¿dónde crees que empieza la verdadera pobreza? Te leo en comentarios.
A tod@s y cada uno de vosotros, a pesar de todos los obstáculos y pruebas que nos ponga la vida,
«Sed, Muy Felices, Por favor».
Os abrazo y quiero cada día más.
Jorge Esquirol.
@elblogdejorgeesquirol